Ha sido corta la estancia en Madrid, pero ha cundido. Pude asistir a un incomparable espectáculo que despertó en mi un sentimiento desconocido. No es que no haya sido consciente hasta ese momento de las virtudes del cuerpo humano, pues sí que sabía de su belleza; pero esta ocasión ha sido ir un poco más allá. Hablo de contemplar la perfección física es u estado de pureza que hasta entonces ignoraba.
Grabado en mi retina de forma imborrable desde el primer momento en que lo vi está el colosal David de Miguel Ángel. Tenía unos dieciséis años y era una de mis primeras clases de Historia del Arte. Descubrí ese cuerpo perfecto, tallado con cincel y modelado en mármol que despertaba en mí tanto deseo carnal como la admiración por la belleza de lo etéreo, de un ser incorrupto e inmortal.
Salvando las distancias con la obra eterna, el artista en cuestión, acróbata y bello, se mostraba como un auténtico David en movimiento. En lo alto del teatro, sin artificios, sólo su cuerpo, su fuerza y nuestra absoluta devoción.
No pudo ser el de este lunes, pongo éste que no hay sotana y él parece que tiene algo más de sangre...